Por Allari Prieto R.
Cuando me pienso a mi misma de niña, sobre todo, cuando me pienso en mi primera infancia. Me veo a la distancia como una pequeña absorta en una realidad distinta, a lo que otras niñas de mi edad, valoraban como importante. Me tenían sin cuidado los cabellos rizados, ser la reina o la princesa en el festival de primavera, los moños, tener una cara y manos limpias. Un vestido y zapatos impecables. La coquetería y demás, francamente no eran lo mío. Recuerdo que mi madre se esmeraba en bordar vestidos y elegir telas y yo vivía eternamente enfundada es unos knickers cafés de pana, absolutamente concentrada, en pequeños detalles, como las cochinillas que habitaban el rosal de mi abuela, en el movimiento de los árboles al contacto con el viento. En las formas de las nubes, en el sonido del golpeteo de la lluvia sobre el adoquín, en los pasteles de lodo…
No recuerdo nada comparable a la felicidad que me provocaba, desde entonces, zambullirme en cualquier alberca, en la paz que me generaba el olor a tierra mojada, en la ilusión de ver la primera estrella del atardecer de la mano de mi papá. La magia de cada puesta de sol, el escalofrío al oír el cantar de los grillos, el postre de mango y lechera de los domingos, las figuras que formaba el humo de los cigarros sin boquilla que mi abuelo prendía casi uno tras otro.
Como olvidar el columpio de cuerda del árbol de Cuemanco, que casi nos hacía volar sobre el canal a mi hermana y a mí. En lo perfecta y musical que era ella cuando patinaba hacía atrás, como nadie más podía hacerlo. En las canicas de colores y sus internos y diminutos mundos. Y en el vuelco que dio mi corazón la primera vez que Migue mi hermano gritó “Allari” desde su cuna.
En cómo me hipnotizaban las historias de duendes y fantasmas que me contaba mi otra abuela. En lo traicionera que me sentí con mis muñecos, cuando le confesé a mi mejor amiga sobre el tobogán mágico e invisible que había debajo de mi cama. En mis pesadillas nocturnas al imaginar a La Llorona suspirando en mi oído. Y en ese niño castaño de ojos dulces que arribó una tarde a mi barda y me robó el corazón por salvar a una mariposa del charco más profundo.
A la distancia y en conciencia, hoy puedo ver que esa pequeña niña de cabellos lacios despeinados y ojos negros, siempre cuestionantes, que yo fui, sigue aquí. Que en realidad nunca se fue. Sin temor y con profundo respeto puedo reconocer que yo, no era otra cosa, que la más pura esencia de mi ser conectado con la capacidad de vivir en el aquí y en el ahora.
Y que por un, sin número de razones tontas, miedos absurdos y circunstancias adversas abandoné y dejé atrapada, por mucho tiempo, bajo los escombros de mis propios sismos personales. Que en mi largo proceso de sanación y en mi trabajo espiritual, lo mejor que he hecho, ha sido rescatarla y reintegrarla a mí. Hoy, casi 30 años después, puedo decir que, casi en su totalidad, la he recuperado, y cada vez con más frecuencia suelo verla en mi presente. La veo cuando me miro en el espejo y los ojos me brillan, cuando disfruto con mi hijo el simple hecho de contemplarnos, y achucharnos, como él dice. Cuando me dejo ser vista, de verdad, con mis luces y mis sombras por el hombre que acompaña mi vida. Cuando me permito llorar de alegría y agradecimiento al ver a mi padre y a mi hijo danzar a la orilla del mar. Cuando tengo la fuerza de alejarme de donde no me siento amada. Cuando me dejo fluir a través de la escritura, cuando me permito bailar, sin pena, mi canción favorita; reír a carcajada franca con mis amigas, cuando abro de nuevo el corazón, cuando practico yoga, cuando no me quedó con las ganas de hacer algo que me hace feliz por medio al qué dirán. Sé que aún soy torpe y temerosa para expresar mis sentimientos, que me da miedo el rechazo y sentir, pero que en verdad lo intento. Y me gusta mucho la mujer que voy descubriendo.
Para mí regresar al ser a través de la práctica meditativa ha sido reencontrarme con esa esencia pura, capaz de estar en armonía con lo que me rodea, aunque haya momentos adversos. No sé que sigue más allá, pero aquí estoy, en conciencia. Hoy sé que cuando la responsabilidad, el deber ser y el día a día me abruman y quiero correr a ponerme mi caparazón de mujer fuerte, sólo respiro, me callo, me siento y medito. Y la respuesta siempre está ahí: “Regresa al ser”. Es sólo verme a mí misma en el silencio de mi interior, en la paz de mi conciencia, en la honestidad de mi corazón abierto. Sé que hay mucho más, que esto es sólo el principio. Pero al fin, después de mucha búsqueda, tengo la certeza de que estoy en el camino.
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